LA BENDICION DE SATAN
Los ferrocarriles constituyen una pieza esencial del programa de privatizaciones de capital financiero internacional en la Argentina. El gobierno menemista, el anterior gobierno radical y la dictadura militar prepararon las condiciones para que la mayoría de la población vea las privatizaciones como una bendición contra la ineficiencia del Estado y los pésimos servicios públicos. Pero la privatización no va a solucionar los problemas planteados, a tal extremo que, en los ferrocarriles, su punto de partida es la suspensión de servicios y, en muchos casos, su costosa e irracional sustitución por el transporte automotor, mientras se desaprovechan las instalaciones existentes.
La mayor parte de la población todavía está convencida de que la privatización mejorará los servicios públicos. En algunos casos no habrá que descartar esa posibilidad, pero hay que preguntarse a qué costo, que estará definido por tarifas más altas para afrontar las inversiones necesarias y, además, asegurar una tasa de rentabilidad al capital privado, si es que el Estado no se ve obligado a subsidiarlo. La experiencia mostrará que, en caso de concretarse, las privatizaciones sólo darán satisfacción a las necesidades del capital privado, que no necesariamente son las de la sociedad, aunque se trata precisamente de la prestación de servicios públicos. Después de todo, la Argentina ya tiene ejemplos de privatizaciones descaradas, como la concesión del servicio eléctrico de Buenos Aires en la década infame, con los buenos oficios de los concejales radicales, y la estatización a precio de oro de parte de esos mismos servicios concretada hace poco más de diez años por José Martinez de Hoz, un as de las privatizaciones. Ni la televisión ni los diarios han refrescado esos recuerdos ilustrativos.

El drama de los ferrocarriles estatales y su mal servicio está en relación directa con la falta de inversiones públicas. En los grandes países del mundo, salvo en Estados Unidos, los ferrocarriles son mayoritariamente estatales, dan un excelente servicio y el Estado realiza grandes inversiones para mantenerlos y transformarlos de acuerdo con las exigencias tecnológicas. Al contrario de lo que se dice por aquí, en Europa y en Japón hay un fuerte impulso al tren, que en su versión de alta velocidad se apresta a convertirse en los años noventa en un serio competidor del transporte aéreo. En la Argentina se quiere hacer creer que los automotores son buenos sustitutos para las grandes distancias, cuando en realidad, originan mayores costos en combustibles y en reparaciones de la red vial, aunque estas últimas generalmente no corren por cuenta de los transportistas. Esta es la diferencia con los ferrocarriles, que parecen más costosos porque sus reparaciones e inversiones no pueden trasladarse a otros. En éste, como en el otro caso, es la sociedad la que lo paga, pero a través del déficit fiscal explícito y no disimulado, como en el caso de los camiones. Claro que no se trata de elegir entre uno u otro medio de transporte sino de complementar a ambos. En los países industrializados, el cálculo económico de la eficiencia ferroviaria incluye la mayor seguridad, la menor contaminación, el uso masivo y la integración territorial, pero en una economía de saqueo esas cosas no se tienen en cuenta. La política ferroviaria se explica por eso.
En realidad, la actual política con los ferrocarriles tiene que ver con la deuda externa y la naturaleza del Estado. En la época de la dictadura militar, el Estado contrajo una deuda imposible de pagar que benefició a un puñado de grupos económicos nacionales y extranjeros que la utilizaron en forma mayoritaria para exportar capitales a costa de la sociedad argentina. El reconocimiento de la deuda convalidó esa situación, pero como el esfuerzo que la deuda originó no se encuentra concretado en ninguna parte (si es que hay que pagar y sufrir tanto por ella, sería interesante que exhiban sus obras), se desencadenó una suerte de reciclajes y postergaciones de pago que fueron acumulando grandes intereses y que agrandaron la deuda externa y su complemento, la deuda interna. El gobierno radical postergó la crisis de pago con los festivales de bonos y los bancos vivieron a su sombra, porque el Estado alimentó su parasitismo pagándole enormes intereses para que no funcionaran. En los últimos tiempos el festival de títulos e inmovilizaciones le costaba al Banco Central el equivalente de 700 millones de dólares mensuales. Si se tomara el cálculo de déficit ferroviario más exagerado y menos serio, se obtendría una cifra parecida, pero por año. Sin embargo, Bernardo Neustadt y toda la prensa del sistema no dejan de mencionar el costo de los ferrocarriles, aunque nadie se acuerda en los más mínimo del costo decuplicado del sistema bancario.

El festival de bonos no se podía “patear para adelante” en forma indefinida. Por eso llegó el momento de la punción de la deuda y de la transferencia de la mayor parte de su costo a los trabajadores y a los pequeños ahorristas. Es cada vez más difícil que el capital ficticio, que acumuló grandes intereses con su parasitismo y contribuyó a hacer de la Argentina un país con 10 millones de pobres, siga viviendo del gasto público. El país no puede pagar la cuenta completa de la deuda -que nadie sabe en qué se contrajo-, ni su reciclaje. Entonces, el capital financiero se apresta a cobrarla de otra manera mientras la reforma financiera le carga el costo al pueblo. Una de esa formas, ya anticipada por Henry Kissinger hace seis años como una gran solución, es la capitalización de la deuda en activos públicos -que al fin y al cabo constituyen una propiedad social-, que serán vendidos a precio de remate y con subsidios. La privatización de los ferrocarriles son parte de esa solución. Por eso Techint y el Citi se disputan el negocio y el gobierno desestima los argumentos acerca de la posible eficiencia operativa que podría alcanzar el sistema ferroviario y de la pérdida que significará para la Argentina desprenderse de ellos en estas condiciones. Después de todo, si la dictadura militar nos vendió la idea de que contratando créditos nos íbamos a hacer ricos y a entrar en la modernidad, y el gobierno radical nos convenció de que la deuda alguna vez se iba a solucionar y que sólo hacía falta “patearla para adelante”, por qué el gobierno menemista y sus aliados liberales no van a tratar de convencernos de que con las privatizaciones esta vez sí entramos en el primer mundo.
Carlos Abalo
Fuente: revista Los Periodistas, N° 13, 9 de febrero de 1990.
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