martes, 13 de mayo de 2008

A 40 AÑOS DEL MAYO FRANCES


La Hoja Voladora recupera la mirada de dos historiadores y científicos sociales que abordan con singular profundidad, pese a los rasgos distintivos, la incontenible energía social que desató el año 1968 en el centro del sistema capitalista y cuya magnitud encendió luces de alarma en la clase dominante. Es pues desde la óptica de ambos científicos posible echar luz sobre este hito de la historia del siglo xx, veamos el siguiente resumen:

I

Eric Hobsbawm*

“¿Cómo hay que explicar el siglo xx corto, es decir, los años transcurridos desde el estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS, que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un período histórico coherente que acaba de concluir? Ignoramos qué ocurrirá a continuación y cómo será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será el siglo xx el que le habrá dado forma.”. .

“Si hubo algún momento en los años dorados posteriores a 1945 que correspondiese al estallido mundial simultáneo con que habían soñado los revolucionarios desde 1917, fue en 1968, cuando los estudiantes se rebelaron desde los Estados Unidos y México en Occidente, a Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia en el bloque socialista, estimulados en gran medida por la extraordinaria erupción del mayo de 1968 en París, epicentro de un levantamiento estudiantil de ámbito continental.”

“El motivo por el que 1968 (y su prolongación en 1969 y 1970) no fue la revolución, y nunca pareció que pudiera serlo, fue que los estudiantes, por numerosos y movilizados que fueran, no podían hacerla solos. Su eficacia política descansaba sobre su capacidad de actuación como señales y detonadores de grupos mucho mayores pero más difíciles de inflamar. Desde los años sesenta los estudiantes han conseguido a veces actuar así: precipitaron una enorme ola de huelgas de obreros en Francia y en Italia en 1968, pero, después de veinte años de mejoras sin paralelo para los asalariados en economías de pleno empleo, la revolución era lo último en que pensaban las masas proletarias. No fue hasta los años ochenta, y eso en países no democráticos tan diferentes como China, Corea del Sur y Checoslovaquia, cuando las rebeliones estudiantiles parecieron actualizar su potencial para detonar revoluciones, o por lo menos para forzar a los gobiernos a tratarlos como un serio peligro público, masacrándolos a gran escala, como en la plaza de Tiananmen, en Pekín. Tras el fracaso de los grandes sueños de 1968, algunos estudiantes radicales intentaron realmente hacer la revolución por su cuenta formando bandas armadas de terroristas, pero, aunque estos movimientos recibieron mucha publicidad (con lo que alcanzaron por lo menos uno de sus objetivos principales), rara vez tuvieron una incidencia política seria.”

No obstante, todo esto nos deja con una pregunta un tanto desconcertante: ¿por qué fue este movimiento del nuevo grupo social de los estudiantes el único de entre los nuevos o viejos agentes sociales que optó por la izquierda radical? (dejando a un lado las revueltas contra regímenes comunistas) incluso los movimientos estudiantiles nacionalistas acostumbrados a poner el emblema rojo de Marx, Lenin o Mao en sus banderas, hasta los años ochenta.”

(…)

“El simple estallido numérico de las cifras de estudiantes indica una posible respuesta. El número de estudiantes franceses al término de la segunda guerra mundial era de menos de 100.000. Ya en 1960 estaba por encima de los 200.000, y en el curso de los diez años siguientes se triplicó hasta llegar a los 651.000 (Flora, 1983, p. 582, Deux Ans, 1990, p. 4). (En estos diez años el número de estudiantes de letras se multiplicó casi por tres y medio, y el número de estudiantes de ciencias sociales, por cuatro). La consecuencia más inmediata y directa fue una inevitable tensión entre estas masas de estudiantes mayoritariamente de primera generación que de repente invadían las universidades y unas instituciones que no estaban ni física, ni organizativa ni intelectualmente preparadas para esta afluencia. Además, a medida que una proporción cada vez mayor de este grupo de edad teniendo la oportunidad de estudiar -en Francia era el 4 por 100 en 1950 y el 15,5 por 100 en 1970-, ir a la universidad dejó de ser un privilegio excepcional que constituía su propia recompensa, y las limitaciones que imponía a los jóvenes (y generalmente insolventes) adultos crearon un mayor resentimiento. El resentimiento contra una clase de autoridades, las universitarias, se hizo fácilmente extensivo a todas las autoridades, y eso hizo (en Occidente) que los estudiantes se inclinaran hacia la izquierda. No es sorprendente que los años sesenta fueran la década de disturbios estudiantiles por excelencia. Había motivos concretos que los intensificaron en este o en aquel país -la hostilidad a la guerra de Vietnam (o sea, al servicio militar) en los Estados Unidos, el resentimiento racial en Perú (Lynch, 1990, pp. 32-37)-, pero el fenómeno estuvo demasiado generalizado como para necesitar explicaciones concretas ad hoc.

Y sin embargo, en un sentido general y menos definible, este nuevo colectivo estudiantil se encontraba, por así decirlo, en una situación incómoda con respecto al resto de la sociedad. A diferencia de otras clases o colectivos sociales más antiguos, no tenían un lugar concreto en el interior de la sociedad, ni unas estructuras de relación definidas con la misma; y es que ¿cómo podían compararse las nuevas legiones de estudiantes con los colectivos, minúsculos a su lado (cuarenta mil en la culta Alemania de 1939), de antes de la guerra, que no eran más que una etapa juvenil de la vida de la clase media? En muchos sentidos la existencia misma de estas nuevas masas planteaba interrogantes acerca de la sociedad que las había engendrado, y de la interrogación a la crítica sólo hay un paso. ¿Cómo encajaban en ella? ¿De qué clase de sociedad se trataba? La misma juventud del colectivo estudiantil, la misma amplitud del abismo generacional existente entre estos hijos del mundo de la posguerra y unos padres que recordaban y comparaban dio mayor urgencia a sus preguntas y un tono más crítico a su actitud. Y es que el descontento de los jóvenes no era menguado por la conciencia de estar viviendo unos tiempos que habían mejorado asombrosamente, mucho mejores de lo que sus padres jamás creyeron que llegarían a ver. Los nuevos tiempos eran los únicos que los jóvenes universitarios conocían. Al contrario, creían que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no supiesen exactamente cómo. Sus mayores, acostumbrados a épocas de privaciones y de paro, o que por lo menos las recordaban, no esperaban movilizaciones de masas radicales en una época en que los incentivos económicos para ello eran, en los países desarrollados, menores que nunca. La explosión de descontento estudiantil se produjo en el momento culminante de la gran expansión mundial, porque estaba dirigido, aunque fuese vaga y ciegamente, contra lo que los estudiantes veían como característico de esa sociedad, no contra el hecho de que la sociedad anterior no hubiera mejorado lo bastante las cosas. Paradójicamente, el hecho de que el empuje del nuevo radicalismo procediese de grupos no afectados por el descontento económico estimuló incluso a los grupos acostumbrados a movilizarse por motivos económicos a descubrir que, al fin y al cabo, podían pedir a la sociedad mucho más de lo que habían imaginado. El efecto inmediato de la rebelión estudiantil europea fue una oleada de huelgas de obreros en demanda de salarios más altos y de mejores condiciones laborales.”.

* Eric Hobsbawm, es un reputado historiador marxista inglés profesor en la Universidad de Londres y es una de las voces más escuchada en los claustros académicos.

Fragmento transcripto de la obra HISTORIA DEL SIGLO XX, Cap. La Revolución Social, 1945-1990, ap. II.

II

Inmanuel Wallerstein*

(…)

“¿Cuándo comenzó esta crisis? La génesis de un fenómeno es siempre el asunto más debatible en el discurso científico. Uno siempre puede encontrar antecedentes y preanuncios a casi todo en el pasado inmediato, pero también en el pasado lejano. Un posible momento en que comenzar la historia de la crisis sistémica contemporánea es la revolución mundial de 1968, la que sacudió considerablemente las estructuras del sistema-mundo. Esta revolución mundial marcó el fin de un largo período de supremacía liberal, desarticulando por lo tanto la geocultura que había mantenido las instituciones políticas del sistema-mundo intactas.El impacto cultural de 1968 desestabilizó el dominio automático del centro liberal, el cual había prevalecido en el sistema.mundo desde la anterior revolución mundial de 1848. La derecha y la izquierda se vieron libres de su función como avatares del liberalismo centrista y fueron capaces de afirmar, o mejor dicho, reafirmar sus valores más radicales. El sistema-mundo había entrado en el período de transición, y tanto la derecha como la izquierda estaban decididas a sacar ventajas del caos reinante para asegurar que sus valores prevalecieran en el nuevo sistema (o sistemas) que emergería, eventualmente, de la crisis


Junto con el debate sobre el racismo, sería difícil pasar por alto la ubicación central de la sexualidad en la revolución mundial de 1968. Ya sea que hablemos de políticas relacionadas con el género o con las preferencias sexuales, y eventualmente con la identidad transgénero, el impacto de 1968 fue el de llevar al frente lo que había sido una lenta transformación de las conductas sexuales en el medio siglo anterior y permitirle explotar en la escena social mundial, con enormes consecuencias para la ley, las prácticas de las costumbres, para las religiones y para los discursos intelectuales.

Los movimientos antisistémicos tradicionales habían enfatizado en primer término los temas de poder estatal y estructuras económicas. Ambos temas habían retrocedido en la retórica militante de 1968 frente al espacio ocupado por cuestiones de raza y sexualidad. Esto presentaba un problema real a la derecha mundial. Los temas geopolíticos y económicos eran más sencillos para la derecha mundial que los socioculturales. Esto era debido a que la posición de los liberales centrista, quienes eran hostiles a cualquier desmantelamiento de las instituciones políticas y económicas básicas de la economía-mundo capitalista, pero eran simpatízantes latentes, aunque no militantes, de los cambios sociopolíticos preconizados por los militantes de las revoluciones de 1968 (y posteriores). Como resultado, la reacción pos 1968 fue una división, por un lado de los poderes establecidos por restaurar el orden y resolver algunas de las dificultades inmediatas resultantes de la disminución del margen de ganancia y en la otra una contrarrevolución cultural de base más restringida pero mucho más activa. Es importante distinguir los dos temas y por ende los dos tipos de alineamientos estratégicos. “

(…)

“Los años posteriores a 1945 fueron pues un período de gran optimismo. El futuro económico aparecía brillante, y los movimientos populares de toda índole parecían estar logrando sus objetivos. Y en Vietnam, un pequeño país que luchaba por su independencia, parecía mantener a raya al poder hegemónico, los Estados Unidos. El sistema-mundo nunca se había visto tan bien para tanta gente, un sentir que tuvo un efecto excitante, pero a la vez un efecto muy estabilizador.

Sin embargo, existía una gran desilusión subyacente respecto, precisamente, de los movimientos en el ámbito del poder. El segundo paso de la fórmula de dos pasos -cambiar el mundo- parecía en la práctica estar mucho más lejos de ser realizado que lo que la mayoría de la gente había anticipado. A pesar del crecimiento económico total del sistema-mundo, la brecha entre el centro y la periferia había crecido más que nunca. Y a pesar de la llegada al poder de los movimientos antisistémicos, el gran entusiasmo participativo del período de movilización parecía muerto una vez que los movimientos antisistémicos accedían al poder en un estado dado. Aparecieron nuevos estamentos de privilegio. Ahora, se le pedía a la gente común que no efectuara demandas militantes sobre lo que se aseguraba era un sistema de gobierno que los representaba. Cuando el futuro devino en presente, muchos ardientes militantes previos de los movimientos comenzaron a replantear sus ideas, y eventualmente comenzaron a disentir.

Fue la combinación de un descontento de larga data sobre el funcionamiento del sistema-mundo y la desilusión respecto a la capacidad de los movimientos antisistémicos de transformar al mundo que llevó a la revolución mundial de 1968. Las explosiones de 1968 contenían dos temas repetidos virtualmente en todas partes, independientemente del contexto local. Uno era el rechazo al poder hegemónico de los Estados Unidos, simultáneamente con una queja hacia la Unión Soviética, el presunto antagonista de Estados Unidos, la cual parecía en connivencia con el orden mundial que los Estados Unidos habían establecido. Y el segundo era que los movimientos antisistémicos tradicionales no había cumplido sus promesas una vez que llegaron al poder. La combinación de estas dos quejas, largamente repetidas, constituyó un terremoto cultural. La multitud de levantamientos parecía un fenix y no consiguió elevar al poder a los múltiples revolucionarios de 1968, al menos no por mucho tiempo. Pero legitimaron y fortalecieron el sentimiento de desilusión no sólo con los antiguos movimientos antisistémicos sino también con las estructuras estatales que estos movimientos habían fortalecido. Las certezas a largo plazo de la esperanza evolutiva se había transformado en temor de que el sistema-mundo fuera inmutable.

Este giro en los sentimientos de la población mundial, lejos de reforzar el statu quo, retiró el apoyo político y cultural a la economía-mundo capitalista. Los oprimidos del mundo ya no estaban más seguros de que la historia estaba de su lado. Ya no podrían ser entonces satisfechos con mejoras graduales, en la creencia que darían fruto para sus hijos y nietos. Ya no podrían ser convencidos de posponer las quejas del presente en nombre de un futuro beneficioso. En suma, los múltiples productores del sistema-mundo capitalista habían perdido el principal estabilizador oculto del sistema, el optimismo de los oprimidos. Y esta pérdida llegó en el peor momento posible, cuando la reducción de las ganancias comenzaba a hacerse sentir de manera pronunciada.”

* Inmanuel Wallerstein, sociólogo, historiador y cientista social de EEUU, graduado en la Universidad de Columbia, Director del Centro Fernand Braudel para el Estudio de Economías, Sistemas Históricos y Civilizaciones de París. Este reconocido historiador pertenece a la escuela de pensamiento denominada Sistemas-Mundo que asocia a Marx y Rosa Luxemburgo a modelos tomados de la antropología económica para explicar la génesis del subdesarrollo y de la dependencia del tercer mundo.

Fragmento transcripto de la obra ANALISIS DE SISTEMAS-MUNDO. U na introducción, Cap. 5

El Sistema-Mundo Moderno En Crisis: Bifurcación, Caos y Opciones.

POSTEADO POR MIGUEL

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