martes, 27 de mayo de 2008

SOBRE LA TEORIA DEL VALOR 5º PARTE

La mercancía contra las necesidades

El capitalismo de hoy se distingue por un proyecto sistemático, incluso dogmático, de transformar en mercancía lo que no lo es o lo que no debería serlo. Semejante proyecto es doblemente reaccionario: afirma a la vez la voluntad del capitalismo de regresar a su estado natural, borrando todo lo que había podido civilizarlo; revela su incapacidad profunda para hacerse cargo de los nuevos problemas que se plantean a la humanidad.

El capitalismo quiere responder bien a necesidades racionales y a aspiraciones legítimas, como cuidar a los enfermos del SIDA o limitar las emisiones de gas con efecto invernadero; pero con la condición que esto pase por las horcas caudinas de la mercancía y de la ganancia. En el caso del SIDA, el principio intangible es vender los medicamentos a precios que rentabilicen su capital, y peor para ellos si este precio no es abordable más que para una minoría de personas implicadas. Es la ley del valor la que se aplica aquí, con su eficacia propia, que no es sanar al mayor número de enfermos sino rentabilizar el capital invertido. Las luchas que apuntan, no sin éxito, a contrariar este principio de eficacia tienen un contenido anticapitalista inmediato, ya que la alternativa es financiar la investigación con fondos públicos y enseguida, distribuir los medicamentos en función del poder adquisitivo de los pacientes, incluso gratuitamente. Cuando los grandes grupos farmacéuticos se oponen encarnizadamente a la producción y difusión de genéricos, es el status de mercancías y es el status de capital de sus inversiones los que los defienden, con gran lucidez.

Lo mismo ocurre con el agua que ha suscitado numerosas luchas a través del mundo, y se encuentra la misma oposición con respecto a esta cuestión ecológica fundamental, que es la lucha contra el efecto invernadero. Aquí también, las potencias imperialistas (grupos industriales y gobiernos) se niegan a dar el más mínimo paso hacia una solución racional que sería la planificación energética a escala planetaria. Buscan sucedáneos que tienen como nombre "ecotasa" o "derechos de contaminar". Para ellos se trata de hacer entrar nuevamente la gestión de este problema en el espacio de las herramientas mercantiles en donde, para ir rápido, se juega con los costos y los precios, en lugar de jugar con las cantidades. Se trata de crear pseudo mercancías y pseudo mercados, cuyo ejemplo más caricaturesco es el proyecto de mercado de derechos a contaminar. Es un absurdo que no resiste ni siquiera a las contradicciones interimperialistas, como lo ha mostrado la denuncia unilateral por los Estados Unidos a los acuerdos de Kioto, aunque bien tímida.

Al mismo tiempo, el capitalismo contemporáneo apunta a organizar la economía mundial y el conjunto de las sociedades según sus propias modalidades, que le dan la espalda a los objetivos de bienestar. A nivel mundial, el proceso de constitución de un mercado mundial se lleva adelante sistemáticamente, y apunta en el fondo al establecimiento de una ley del valor internacional. Pero este proyecto se choca con profundas contradicciones, porque se basa en la negación de diferenciales de productividad que obstaculizan la formación de un espacio de valorización homogéneo. Este olvido conduce a efectos de despojo perversos que implican la eliminación potencial de todo trabajo que no se erija de entrada con las normas de rentabilidad más elevadas, las que el mercado mundial tiende a universalizar. Los países están, entonces, fraccionados entre dos grandes sectores, el que se integra al mercado mundial y el que debe ser separado de él. Se trata entonces de un anti modelo de desarrollo, y este proceso de dualización de los países del sur es estrictamente idéntico a lo que se llama exclusión en los países del norte.

Finalmente es la misma fuerza de trabajo la que la patronal quisiera llevar a un status de pura mercancía. La "refundación social" del MEDEF expresa bien esta ambición de no tener que pagar al asalariado más que cuando trabaja para el patrón, lo que significa reducir al mínimo y trasladar a las finanzas públicas los elementos de salario socializado, remercantilizar las jubilaciones, y hacer desaparecer la propia noción de duración legal del tiempo de trabajo. Este proyecto le da la espalda al progreso social que pasa, por el contrario, por la desmercantilización del tiempo libre. Aquí no hay que contar con las innovaciones de la técnica para alcanzar este objetivo sino con un proyecto radical de transformación social que es el único medio de enviar a la vieja ley del valor al cofre de las antigüedades. La lucha por el tiempo libre como medio privilegiado de redistribuir las ganancias de productividad es la vía real para hacer que el trabajo ya no sea una mercancía y que la aritmética de las necesidades sociales se sustituya a la de la ganancia: "la producción basada en el valor de cambio se hunde por este hecho, y el proceso de producción material inmediato se ve él mismo despojado de su forma mezquina, miserable, antagónica. Esto es entonces el libre desarrollo de las individualidades. Desde ahora, ya no se trata de reducir el tiempo de trabajo necesario en vistas de desarrollar el plustrabajo, sino de reducir en general el trabajo necesario de la sociedad a un mínimo" .

2 - Acumulación y crisis

La teoría marxista de la acumulación y de la reproducción del capital propone un marco de análisis de la trayectoria del modo de producción capitalista. Este último está dotado de un principio de eficacia específica, que no le impide apoyarse en contradicciones (que hasta ahora, ha logrado superar). Su historia le ha hecho recorrer diferentes fases que lo aproximan a una crisis sistemática, cuestionando su principio central de funcionamiento, sin que sea posible deducir de esto la inevitabilidad de su hundimiento.

Comencemos por una apología paradójica: el capitalismo es, en la historia de la humanidad, el primer modo de producción que da muestras de semejante dinamismo. Se puede medirlo, por ejemplo, en el progreso sin precedentes de la productividad del trabajo desde mitad del siglo XIX, que le hacía decir a Marx que el capitalismo revolucionaba las fuerzas productivas. Este resultado se deriva de su característica esencial, que es la competencia entre capitales privados movidos por la búsqueda de la rentabilidad máxima. Esta competencia desemboca en una tendencia permanente a la acumulación del capital ("la Ley y los profetas", decía Marx), que trastorna permanentemente los métodos de producción y los mismos productos y no se contenta con aumentar la escala de la producción.

Estos triunfos tienen como contrapartida dificultades estructurales de funcionamiento, que se manifiestan por crisis periódicas. Se pueden señalar dos contradicciones absolutamente centrales, que combinan una tendencia a la sobreacumulación, por un lado, y a la superproducción, por el otro. La tendencia general a la sobreacumulación es la contrapartida a la competencia: cada capitalista tiende a invertir para ganar partes del mercado, ya sea, bajando sus precios, ya sea, mejorando la calidad del producto. Esto está más alentado cuando el mercado es portador y la rentabilidad elevada. Pero la suma de estas acciones, racionales cuando se toman separadamente, conduce casi automáticamente a una sobreacumulación. Dicho de otro modo, hay globalmente en plaza demasiada capacidad de producción, y por consiguiente, demasiado capital para que pueda ser rentabilizado al mismo nivel que antes. Lo que se ha ganado en productividad se paga con un aumento del avance en capital por puesto de trabajo, lo que Marx llamaba la composición orgánica del capital.

La segunda tendencia concierne a los mercados. La sobreacumulación entraña la superproducción, en el sentido en que se producen demasiadas mercancías con relación a lo que el mercado puede absorber. Este desequilibrio proviene de un subconsumo relativo, cada vez que el reparto de la renta no crea el poder adquisitivo necesario para hacer circular la producción. Marx estudió mucho las condiciones de reproducción del sistema, que se puede resumir diciendo que el capitalismo utiliza un motor a dos tiempos: le hace falta ganancia, por supuesto, pero también le hace falta que las mercancías sean vendidas efectivamente, de manera de embolsarse realmente esta ganancia, para "realizarla", retomando el término de Marx. Muestra que estas condiciones no son para nada imposibles de alcanzar pero que nada garantiza que sean satisfechas duraderamente. La competencia entre capitales individuales lleva permanentemente el riesgo de sobreacumulación, y entonces, de desequilibrio entre las dos grandes "secciones" de la economía: la que produce los medios de producción (bienes de inversión, energía, materias primas, etc.) y la que produce los bienes de consumo. Pero la fuente principal de desequilibrio es la lucha de clases: cada capitalista tiene interés en bajar los salarios de sus propios asalariados, pero si todos los salarios son bloqueados, entonces los mercados corren el riesgo de no manifestar lo que se esperaba. Entonces se hace necesario que la ganancia obtenida gracias al bloqueo de los salarios sea redistribuida hacia otras capas sociales que la consuman y sustituyan así el consumo faltante de los asalariados.

El funcionamiento del capitalismo es, entonces, irregular por esencia. Su trayectoria está sometida a dos suertes de movimiento que no tienen la misma amplitud. Por un lado está el ciclo del capital que conduce a la sucesión regular de los booms y de las recesiones. Estas crisis periódicas, más o menos marcadas, forman parte del funcionamiento "normal" del capitalismo. Se trata de "pequeñas crisis", de las que el sistema sale de manera automática: la fase de recesión conduce a la desvalorización del capital y crea las condiciones de la reactivación. Es la inversión lo que constituye el motor de estas fluctuaciones, de alguna manera, automáticas.

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